Como cada mañana sonó el despertador. No fue necesario un segundo timbrazo, ya el hombre se había calzado las zapatillas y se dirigía al cuarto de baño.
Abrió el grifo y con agua fría cogió un buche entre sus manos y se humedeció la cara. Con parsimonia y sin ningún interés, sacó la cuchilla y el jabón de afeitar. Nunca le habían gustado las maquinillas eléctricas. Se miró al espejo y su cara no mostro ningún gesto. Su tez gris era el reflejo del día que amenazaba lluvia.
Solo tardo medía hora en acicalarse. Escogió su mejor traje, uno gris algo ajado por el uso. También sus zapatos relucientes mostraban el paso del tiempo.
No cogió nada, ni tan siquiera la llave que le había acompañado en la última etapa. Miró por última vez a todos los rincones, de repente la vio, no quería dejarla. Aquella pluma que le regalara su padre cuando firmo su primer contrato. Cuantos recuerdos contenían aquella tinta.
No cogió nada, ni tan siquiera la llave que le había acompañado en la última etapa. Miró por última vez a todos los rincones, de repente la vio, no quería dejarla. Aquella pluma que le regalara su padre cuando firmo su primer contrato. Cuantos recuerdos contenían aquella tinta.
Sin
más dilación se dirigió a la puerta sin mirar atrás, sin decir nada a nadie. Con
nadie se cruzó.
Al
salir a la calle noto un vientecillo frio, se levanto la solapa de la chaqueta,
no disponía de abrigo, fue una de las últimas cosas que empeño.
Ya
en la calle un perro sin collar ni dueño se acerco a él meneando la cola. Se
habían conocido durante la anterior primavera, desde entonces cada mañana se
rencontraban y vagaban sin rumbo, donde fuera y si no podía entrar, le esperaba
para reencontrarle cuando salía.
Al
verle, le dirigió una sonrisa de las pocas que conservaba y le acaricio la
cabeza. Caminaba deprisa más por el frio que por meta a donde dirigirse.
Tomó
un café en un bar cercano donde dejaron entrar a su amigo perruno, compartió un
bollo con él como cada mañana. Pero hoy era especial eran los últimos 2 euros
que poseía y los invirtió en lo poco que ahora le hacia feliz.
Salió
de nuevo a la calle sin rumbo. Sus pensamientos sin embargo corrían ahora por
su mente propiciados por el encuentro de aquella vieja tarjeta de D. Fulano de
tal, Director para España de aquella empresa que le había robado treinta años
de su vida.
Sus
últimos cinco años pasaron rápidos, siempre al borde del abismo.
Recordaba
su casa en la Moraleja, sus dos hijos de 13 y 16 años y aquella rubia imponente
que era su mujer. De buena familia, siempre a la última y maestra del
protocolo.
Recordaba
como un día le llamaron de Londres. Aquellas llamadas siempre le ponían algo
nervioso. No siempre eran buenas nuevas. Pero aquel día, por videoconferencia,
fue un mazazo. Cerraban la dirección de España y le encargaban los trámites y el despido de sus empleados.
Después
llegó el suyo, que aunque esperado le dejo helado, siempre esperó una oferta de
última hora.
La
indemnización fue cuantiosa, pero nada comparado con el tren de vida al que
estaba acostumbrado. Por delante tenia dos años de paro. Lo más duro fue
decírselo a la familia. Todos airados y con cara de enfado le recriminaban su
hacer y la decisión de venta del casa de la playa y el barquito con el que
presumían frente a los amigos. Portazos y malas palabras fue lo que recibió.
Todos
siguieron con su vida y el dinero conseguido pronto desapareció. Le llegó el
turno al chalet y la mudanza a un pisito en las afueras de Madrid. También un
doloroso divorcio, fruto del cual perdió a la rubia y a sus dos hijos. Ella aprovechando
su tiempo libre se había liado con uno de sus amigos que conservaba el estatus.
Al
principio conservo la calma, hizo llamadas, aporreó puertas, sin respuesta. A
veces se ponían, pera la mayor parte de las veces sus amigos de antaño o
estaban reunidos, o de viaje. Siempre una secretaria amable tomaba nota con la
promesa, siempre incumplida de devolver la llamada.
Perdió
los amigos que le saludaban campechanamente y compartían cenas, actos y regalos
institucionales en Navidad.
Descubrió
la falsedad que le había rodeado y se encontró sin nada y con una pensión por
pasar a la rubia, a la que pronto no podría atender. Ni siquiera aquel pisito
de barrio obrero pudo conservar.
Se
mudo a una habitación limpia de una vieja pensión que incluía cena: un
sopicaldo aguado y algún acompañamiento poco sustancioso aderezado con una
fruta, que era la nota de color.
Perdido
casi todo, pero conservando el orgullo, salía todas las mañanas pulcramente vestido
a la cola del paro, para dirigirse a
entrevistas cuando tenía suerte, siempre con el mismo resultado. “Tiene usted
un CV impresionante, si fuera más joven…”El resultado siempre el mismo. “Ya lo
llamaremos cuando surja algo para Ud.”
Un
día perdió su última posesión, su ilusión por vivir. Aun así, intentaba
levantar cabeza y aceptaba pequeños trabajos en el mejor de los casos. Pero
estos también desaparecieron. La crisis, sus 52 años y la mayor demanda que
oferta pusieron gris plata en su cabello negro.
Pero
hoy extrañamente se sentía feliz y ligero, como hacia mucho tiempo. Estaba con
su fiel amigo sin nombre y era libre de vagabundear sin prisas y rumbo. Por fin
era dueño de sí, no debía nada a nadie, tampoco le esperaban. Era un hombre
anónimo como tantos otros con historias parecidas.
Anochecía,
hastiado se sentó en un banco de un parque cualquiera, al que sus pasos le habían
dirigido. Estaba cansado, llevaba dos días en que su único alimento había sido
el desayuno de aquella mañana. Se adormeció en el banco y aquel perro amigo se
tumbó a sus pies. El frio de la noche se llevó sus pensamientos y su vida.
Un
aullido de madrugada fue su epitafio y el aviso para otros de su legado:
Su cuerpo sin vida.
Dedicatoria: Para todos aquellos que
sufren la crisis
Este relato ha ganado el 1º premio de relato corto de Lozoyuela
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